miércoles, diciembre 23, 2009

El desafío de la innovación

Fuente: El País
La construcción de un avión comercial constituye un proceso extremadamente complejo. En la fabricación del último modelo de Boeing, por ejemplo, confluye un sinfín de tecnologías. Esta circunstancia obliga a buscar nuevas formas de organización y socios con los que compartir riesgos y capacidades. El proyecto del nuevo 787 Dreamliner ha implicado, durante cinco años, a actores ubicados en 130 localizaciones diferentes. La ventaja competitiva de Boeing, por tanto, ya no consiste tanto en el conocimiento técnico sobre cientos de disciplinas. Más bien su valor radica en la manera de orquestar una red de cientos de empresas en un panorama global. El reto es coordinarlas, vincularlas al proyecto y desarrollar al máximo su potencial

El caso descrito puede considerarse, por tanto, un ejemplo de innovación abierta. El término, más empleado en su acepción anglosajona -open innovation- fue acuñado por Henry Chesbrough, profesor de Berkeley (California), a partir de su libro de referencia Open Innovation: The New Imperative for Creating and Profiting From Technology, Harvard Business School Press, 2003. Con la mirada puesta en el incremento de la competitividad, apuesta por un drástico cambio de modelo, en el que la colaboración se convierte en sanctasanctórum del proceso innovador

Muchas empresas que hoy practican la innovación abierta comenzaron a ejercerla tras una situación de crisis. Así se vivió en Procter & Gamble (P&G), auténtico referente en la materia. Hace diez años, incapaz de incrementar su cuota de mercado, el gigante norteamericano (propietario de marcas como Gillette, Ariel o Duracell) decidió convertir en oportunidad dos serias amenazas: por un lado, el que las innovaciones relevantes partieran, cada vez más, de pequeñas y medianas empresas; por otro, la existencia, por cada miembro de su área de I+D, de -al menos- 200 investigadores tan capacitados o más en cualquier lugar del mundo. P&G decidió dar un golpe de timón, comprometiéndose a que el 50% de sus innovaciones tuvieran su origen fuera de la compañía.

Hoy día, Boeing, Procter & Gamble, IBM, Nokia o Philips son empresas cuyo modelo encaja con esta forma de entender el I+D+i. En España, la Red de Innovación de Iberdrola, por ejemplo, constituye un meritorio esfuerzo por implantar un ecosistema de fabricantes, universidades, centros de investigación y asociaciones. A través de nodos o líneas de conocimiento, en las que se establecen ciertas reglas y objetivos, cualquier actor capaz de aportar valor a la red es un potencial participante. Empresas de esta naturaleza, o multinacionales extranjeras que despliegan en España actividades de I+D, son entidades capacitadas para abanderar este movimiento dentro de nuestro necesitado sistema de ciencia y tecnología.

En cualquier caso, al contrario de lo que pudiera parecer, el open innovation no es patrimonio exclusivo de grandes corporaciones. No tendría sentido. Indudablemente, es complicado que una pyme lidere iniciativas de este tipo, pero sí es una oportunidad para implicarse en redes bien nutridas de know-how, repletas de potenciales socios, y que -además- facilitan la participación en grandes proyectos de alcance global.

Por si fuera poco, participar en este tipo de engranajes permite multiplicar el rendimiento de las inversiones en I+D. Quizá resida aquí una respuesta a por qué algunas de las empresas más innovadoras del mundo invierten en esta partida mucho menos de lo que les correspondería conforme a su dimensión económica; especialmente, colosos informáticos de la talla de Apple, Google o Hewlett-Packard, entidades -todas ellas- acostumbradas a desenvolverse en plataformas de intercambio de conocimiento.

La colaboración, llevada hasta el límite de lo explorado, se convierte aquí en el eje de esta concepción innovadora. No es algo nuevo, pero sí lo es -en cambio- su creciente influencia en las organizaciones y en los sistemas nacionales y regionales de I+D+i. La propia Comisión Europea ha remarcado su importancia, asociándola con la transferencia de conocimiento, tanto entre entidades de investigación y empresas como entre países.

El open innovation requiere que las empresas abran más su negocio, que exploten ideas del exterior y que ofrezcan conocimiento y tecnología para que otros puedan desentrañar su potencial. Esta metodología, por tanto, impacta directamente sobre dos cuestiones capitales: el espinoso asunto de la propiedad intelectual e industrial y la revisión del propio modelo de negocio.

En este ecosistema de innovación abierta -como dice el refrán-, buenas cercas hacen buenos vecinos. Hay que definir con claridad qué aporta cada parte a la relación y cómo se prevé compartir los resultados. No en vano, hablar de la propiedad intelectual e industrial es hacerlo del contenido mismo de la relación, de lo que cada parte quiere conseguir y de cómo distribuir los beneficios.

Lejos de constituir una barrera, las patentes y demás herramientas deben aportar confianza para entrar en colaboraciones, compartiendo conocimiento sin renunciar a los derechos de explotación correspondientes. En definitiva, ayudan a sacar el máximo partido a la inversión en I+D.

De acuerdo con un estudio del MIT (Massachusetts Institute of Technology), dirigido por el propio Henry Chesbrough, parte de la propiedad intelectual e industrial vive hoy entre intermediarios y abogados. La compleja percepción de su valor y el elevado coste de su protección arrojan cifras para el análisis. Se estima que las empresas utilizan entre el 5% y el 25% de las patentes que atesoran. Por tanto, entre el 75% y el 95% de ellas duermen el sueño de los justos. La realidad se impone, por lo que es necesario generar licencias, establecer licencias cruzadas o, incluso, donar patentes. Como puede deducirse, el concepto tradicional de que una empresa debe desarrollar, proteger y aislar su propiedad intelectual e industrial empieza a formar parte del pasado.

Por otro lado, apostar por un modelo de innovación abierta es hacerlo por una nueva forma de concebir la misma empresa. No es una estrategia de I+D, sino algo más profundo que afecta al negocio en su globalidad. En cierto modo, su funcionamiento es semejante al de las relaciones personales. Para llegar a buen puerto, se requiere una relación de igual a igual. El error de ciertas organizaciones es concebir la innovación como un proceso industrial y considerar a los socios meros proveedores de soluciones. Al contrario, las empresas punteras consideran a su red de colaboradores como una prolongación de su propia actividad, evitando su implicación ocasional en función de proyectos concretos.

Para innovar, hay que estar preparado. Y para hacerlo abiertamente, todavía más. Hay que determinar quién asume el liderazgo en la tarea, marcar objetivos asumibles a corto plazo, fijar presupuestos y, sobre todo, es indispensable definir meridianamente la ventaja competitiva a la hora de posicionarse junto a otras entidades. Como se desprende de este enfoque, la actitud personal como motor del cambio cobra especial importancia.

En estas circunstancias surge un interrogante: ¿acaso la innovación abierta cuestiona el modelo tradicional de I+D+i implantado en las empresas? El propio Henry Chesbrough argumenta que las unidades de I+D de aquéllas han tendido a replicar el funcionamiento de los departamentos universitarios. De este modo, muchas empresas cuentan con abundante conocimiento, pero muestran debilidad al relacionarlo con otras áreas del saber, tanto dentro como fuera de la organización. Hoy los investigadores deben aplicarse en proyectos multidisciplinares y asumir el riesgo relativo de atesorar un conocimiento más limitado sobre ciertas materias.

Así lo entendió Procter & Gamble. Su estrategia de cambio nunca contempló reemplazar la capacidad de sus 7.500 investigadores. Al contrario, les adjudicó un papel más relevante y versátil: a la tarea de generar innovaciones propias se añadió la misión de detectar buenas prácticas en cualquier rincón del planeta, susceptibles de ser adoptadas bajo el sello de la compañía estadounidense.

Por tanto, lejos de desaparecer, los actuales departamentos de I+D deberán readaptarse a este cambio de tendencia: captar y aprovechar el conocimiento exterior, potenciarlo, articular la relación entre sus colaboradores e integrar los resultados con la propia estrategia de la empresa. No es fácil, pero merece la pena intentarlo.


José M. Zabala Martínez es director general de Zabala Innovation Consulting

martes, diciembre 22, 2009

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